LA MUERTE DE ALBINA
CORTOMETRAJE DE REBECCA LOUISE-LAW
Invitada del Dominio en 2017 para una obra presentada bajo el Tejadillo de las Caballerizas y formada por 75.000 flores colgadas de alambres de cobre, Rebecca Louise-Law no podía faltar en el Festival 2018. Acaba de realizar un cortometraje sobre la muerte de Albina, personaje de la novela de Émile Zola, La Faute de l’Abbé Mouret (La culpa del Padre Mouret).
Este cortometraje se presentará durante toda la duración del Festival de Jardines 2018, como eco a su temática literaria.
“La gran habitación quedó engalanada. Ahora podía morirse allí. Por un instante permaneció en pie, mirando a su alrededor. Pensaba, investigaba si la muerte se encontraba allí. Y recogió las plantas odoríferas, los toronjiles, las mentas, las verbenas, los sándalos, los hinojos; los retorció, los dobló y construyó con ellos tapones con ayuda de los cuales fue a obstruir las más pequeñas rendijas de la puerta y las ventanas. Acto seguido, corrió las cortinas de indiana blanca, cosidas a grandes puntadas. Y muda, sin exhalar un suspiro, tendiose en el lecho, sobre la florescencia de los jacintos y de las tuberosas.
Aquello fue una postrera voluptuosidad. Con los ojos del todo abiertos, sonreía a la habitación. ¡Cuánto había amado en aquella estancia! Y ¡cuán dichosa moría allí! En aquella hora nada de impuro llegaba ya de los Amorcillos de yeso, nada de perturbador descendía de las pinturas, en que los miembros de mujer se revolcaban. Bajo el lecho azul tan sólo quedaba el sofocante perfume de las flores. Y parecía que aquel perfume no fuese otra cosa que el aroma del antiguo amor de que siempre había quedado tibia la alcoba, una fragancia extendida, centuplicada y tan penetrante, que respiraba la asfixia. Tal vez era el aliento de la dama muerta allí, un siglo hacía. Albina se sentía arrebatada a su vez en aquel aliento. Sin moverse y juntas las manos sobre el corazón, proseguía sonriendo y aspiraba los aromas que cuchicheaban en su zumbante cabeza. Ejecutábanle una extraña música de perfumes que la adormecían lentamente, con extremada dulzura. Primero dejose oír un preludio alegre, infantil: aquellas manos, que habían retorcido las olorosas verduras, exhalaban la acritud de las hierbas pisoteadas, le contaban sus correrías de muchachuela en medio de las salvajeces del Paradou. En seguida dejábase oír una melodía de flauta, pequeñas y dulcísimas notas que se desgranaban del montón de violetas sobre la mesa, junto a la cabecera de la cama y aquella flauta, bordando su melodía sobre el tranquilo aliento, acompañamiento regular de las azucenas de la consola, entonaba los primeros encantos de su amor, la confesión primera, el primer beso bajo la arboleda. Pero la respiración le faltaba más y más, la pasión llegaba hasta el brusco estallido de los claveles, cuyo penetrante olor dominaba por un instante todos los demás. Creía que iba a agonizar en la enfermiza frase de las maravillas y de las amapolas, que le recordaban los tormentos de sus deseos. Y de súbito, todo se aquietaba, respiraba más libremente, deslizábase a una dulzura mayor, mecida por una descendente escala de las cuarentenas, retardándose, anegándose, hasta llegar a un adorable cántico de los heliotropos, cuyos efluvios de vainilla anunciaban la proximidad de las bodas. Las maravillas punteaban aquí y allá un trino discreto. Vino después un silencio. Las rosas, languidecientes, hicieron su entrada. Del techo surgieron voces, un coro lejano. Era un amplio conjunto, que Albina oyó al principio con ligero escalofrío. El coro se hinchó, y pronto se sintió vibrante con las prodigiosas sonoridades que estallaban en torno suyo. Las nupcias habían llegado, las tocatas de las rosas anunciaban el terrible momento. Y Albina, con las manos cada vez más apretadas contra el corazón, desfallecida, moribunda, jadeaba. Abría la boca, como buscando el beso que le debía ahogar, cuando los jacintos y las tuberosas despidieron humo, envolviéronla en un postrer suspiro, tan profundo, que apagó el coro de las rosas. Albina quedaba muerta en el hipo supremo de las flores.” La culpa del Padre Mouret, Émile Zola
DISEÑADOR
Artista instalada en Londres y formada en Bellas Artes en la Universidad de Newcastle, en Inglaterra, Rebecca Louise-Law trabaja con materiales naturales desde hace 17 años, práctica que implica una exploración constante de las relaciones entre la naturaleza y el Hombre. Su obra incluye aspectos filosóficos y espirituales: cada flor se ha seleccionado por una razón muy específica. El alambre de cobre con el que están fijadas las flores se ha convertido en su marca de fábrica. Los colores se eligen cuidadosamente y se organizan en consecuencia.
La artista ha expuesto sus instalaciones en lugares muy variados: galerías, iglesias, etc. En el proyecto The Flower Garden Display’d, instaló en total 4.600 flores colgadas de las bóvedas de una iglesia.
“Me gusta capturar y apreciar hermosos objetos naturales pequeños para crear una obra de arte que pueda observarse sin la presión del tiempo. Lo que me motiva es preservar, apreciar, elogiar y compartir la belleza de la Tierra con el mundo”. Rebecca Louise-Law
“La fuerza de las instalaciones de Rebecca reside en su transmutación perpetua. Las flores vivas se mueven de una forma exquisita a través de las etapas naturales del deterioro, se marchitan, se decoloran y se secan. Llevando a los visitantes por este camino del deterioro, Rebecca prolonga el límite que se percibe de la belleza de las flores y las impregna de un valor artístico que las convierte en algo más que meros objetos decorativos”. Amanda Krampf, directora de la Galería Chandran